¿QUIÉN TIENE LA CULPA?
Hay un dicho que reza así: “Quien echa su mal a otro, descansa”. ¿Será verdad esto? Desde el comienzo de la historia de la humanidad, el ser humano no quiso reconocer su culpa y creyó que echándole el rollo a otra, las cosas mejorarían, sin embargo no es así. Cada uno es responsable de sus actos. “Cuando el día comenzó a refrescar, oyeron el hombre y la mujer que Dios andaba recorriendo el jardín; entonces corrieron a esconderse entre los árboles, para que Dios no los viera. Pero Dios el Señor llamó al hombre y le dijo: ¿Dónde estás? El hombre contestó: Escuché que andabas por el jardín, y tuve miedo porque estoy desnudo. Por eso me escondí. ¿Y quién te ha dicho que estás desnudo? Le preguntó Dios. ¿Acaso has comido del fruto del árbol que yo te prohibí comer? Él respondió: La mujer que me diste por compañera me dio de ese fruto, y yo lo comí. Entonces Dios el Señor le preguntó a la mujer: ¿Qué es lo que has hecho? La serpiente me engañó, y comí contestó ella.” (Génesis 3: 10 – 13 NVI). Adán y Eva no quisieron asumir la culpa por su desobediencia, no quisieron reconocer su error y cargaron con ello toda su vida y nos echaron la carga también a nosotros. Parece que la naturaleza humana tiene la tendencia de no reconocer sus faltas, con razón por ahí dicen que “la culpa es soltera”, porque nadie la quiere tener a su lado como compañera.
La Palabra de Dios dice: “El que encubre sus pecados no prosperará, pero el que los confiesa y los abandona hallará misericordia.” (Proverbios 28: 13 NBLH). Reconocer nuestros errores, confesarlos delante de Dios y apartarnos de ellos, nos acarrea bendición y la misericordia de Dios nos cubre. La misericordia de Dios es no darnos lo que merecen nuestros actos pecaminosos. “Pero si confesamos a Dios nuestros pecados, podemos estar seguros de que él, que es absolutamente fiel y justo, nos los perdonará y nos limpiará de toda maldad.” (1ª Juan 1: 9 CST-IBS). Reconocer nuestras faltas o pecados por medio de la confesión a Dios es reconfortante porque estamos seguros que Dios nos perdona y nos limpia, de ese modo quedamos como nuevos otra vez y sin la carga de la culpa. La confesión verdadera con arrepentimiento implica dejar de hacer lo malo. Empecé este texto con el dicho, “quien echa su mal a otro, descansa"; y dejé la interrogante para ver si esto era verdad. Pero ahora, por lo que hemos visto por la Palabra de Dios, nos damos cuenta que no es verdadero ese dicho, sino que es totalmente falso. Sólo vamos a descansar del remordimiento de la culpa si confesamos nuestros pecados delante de Dios y algunas veces también debemos de hacerlo delante de las personas, si el caso amerita.
A menudo queremos hacer responsables de nuestra mala conducta a otras personas, por ejemplo: “Soy así porque mis padres me abandonaron”; “me irrita su presencia y no puedo controlarme”; “mi enfermedad me ha vuelto renegón”, etc. Nuestras malas acciones no son la responsabilidad de otros, sino de nosotros mismos, porque decidimos actuar así, nadie nos obliga a hacerlo y nadie tiene la obligación de soportar nuestro mal carácter o nuestra falta de dominio propio. Las circunstancias adversas de la vida no deberían deteriorar tu carácter, sino más bien fortalecerlo, porque lo que eres no depende de lo exterior, sino de lo que llevas en tu interior, dentro de ti; y sólo tú puedes tomar control del “toro furioso” que quiere salirse de su corral o descontrolarse. “Airaos, pero no pequéis”, esto parece paradójico, decimos: _ ¿Cómo me voy a airar sin pecar? Parece difícil porque primero pecamos y después nos airamos. Me explico: primero tenemos ojeriza contra algo o alguien, que bien puede ser “uno mismo” y luego, debido a esa ojeriza, empezamos a encolerizarnos y llenarnos de ira contra el agente externo, cuando en realidad, el problema es nuestro y no de otro. Necesitamos aprender a dejar las viejas mañas de pensar y empecemos a pensar como Dios piensa, para no dar razones a lo que es sinrazón.
Nadie nos manda a tener repulsión o aversión hacia otra persona o cosa, sin embargo nos permitimos ese mal sentimiento dentro de nosotros y queremos culpar de nuestra conducta al agente externo. Pero nuestro repulsivo enemigo no está fuera de nosotros, sino dentro de nosotros y tenemos que eliminarlo o él nos eliminará a nosotros. Quizá dirás: - ¡Pero es que no pueeeeeedo! Si eres hijo de Dios, entonces te agarras de Filipenses 4: 13, que dice: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece.” Ya no luchas solo; tampoco debes convencerte de que eres así y punto, y que ya nada se puede hacer. Jesucristo vino para darnos libertad en todas las áreas de nuestra vida. Al negar tu imposibilidad de cambiar, estás negando el poder que llevas dentro de ti y entonces dejas suelto al “toro furioso”, para descargar en otros, todas tus frustraciones o supuestos infortunios de la vida. Esto no significa tragarte tu disgusto y quedar callado, hecho el mártir. Es importante enfrentar el problema, que dicho sea de paso, no siempre empieza en el otro, primero generalmente está en ti y es contigo que tienes que arreglarlo, luego si ves que es necesario, porque tu hermano tiene algo contra ti, anda donde tu hermano y arregla la situación, porque hablando se entienden las cosas. Recuerda bien, eres lo que eliges o decides ser, el poder primordial para cambiar está en ti, que unido al poder de Cristo, nadie lo podrá detener. La cruz que tienes que llevar no es soportar pasivamente las actitudes negativas de las personas, debes enfrentarlas con amor, habiendo antes hecho un escrutinio de tu interior. Que Dios te ilumine para que cambiando tu manera de pensar, cambies tu forma de actuar. “ No vivan ya según los criterios del tiempo presente; al contrario, cambien su manera de pensar para que así cambie su manera de vivir y lleguen a conocer la voluntad de Dios, es decir, lo que es bueno, lo que le es grato, lo que es perfecto." (Romanos 12: 2 DHH).
Hay un dicho que reza así: “Quien echa su mal a otro, descansa”. ¿Será verdad esto? Desde el comienzo de la historia de la humanidad, el ser humano no quiso reconocer su culpa y creyó que echándole el rollo a otra, las cosas mejorarían, sin embargo no es así. Cada uno es responsable de sus actos. “Cuando el día comenzó a refrescar, oyeron el hombre y la mujer que Dios andaba recorriendo el jardín; entonces corrieron a esconderse entre los árboles, para que Dios no los viera. Pero Dios el Señor llamó al hombre y le dijo: ¿Dónde estás? El hombre contestó: Escuché que andabas por el jardín, y tuve miedo porque estoy desnudo. Por eso me escondí. ¿Y quién te ha dicho que estás desnudo? Le preguntó Dios. ¿Acaso has comido del fruto del árbol que yo te prohibí comer? Él respondió: La mujer que me diste por compañera me dio de ese fruto, y yo lo comí. Entonces Dios el Señor le preguntó a la mujer: ¿Qué es lo que has hecho? La serpiente me engañó, y comí contestó ella.” (Génesis 3: 10 – 13 NVI). Adán y Eva no quisieron asumir la culpa por su desobediencia, no quisieron reconocer su error y cargaron con ello toda su vida y nos echaron la carga también a nosotros. Parece que la naturaleza humana tiene la tendencia de no reconocer sus faltas, con razón por ahí dicen que “la culpa es soltera”, porque nadie la quiere tener a su lado como compañera.
La Palabra de Dios dice: “El que encubre sus pecados no prosperará, pero el que los confiesa y los abandona hallará misericordia.” (Proverbios 28: 13 NBLH). Reconocer nuestros errores, confesarlos delante de Dios y apartarnos de ellos, nos acarrea bendición y la misericordia de Dios nos cubre. La misericordia de Dios es no darnos lo que merecen nuestros actos pecaminosos. “Pero si confesamos a Dios nuestros pecados, podemos estar seguros de que él, que es absolutamente fiel y justo, nos los perdonará y nos limpiará de toda maldad.” (1ª Juan 1: 9 CST-IBS). Reconocer nuestras faltas o pecados por medio de la confesión a Dios es reconfortante porque estamos seguros que Dios nos perdona y nos limpia, de ese modo quedamos como nuevos otra vez y sin la carga de la culpa. La confesión verdadera con arrepentimiento implica dejar de hacer lo malo. Empecé este texto con el dicho, “quien echa su mal a otro, descansa"; y dejé la interrogante para ver si esto era verdad. Pero ahora, por lo que hemos visto por la Palabra de Dios, nos damos cuenta que no es verdadero ese dicho, sino que es totalmente falso. Sólo vamos a descansar del remordimiento de la culpa si confesamos nuestros pecados delante de Dios y algunas veces también debemos de hacerlo delante de las personas, si el caso amerita.
A menudo queremos hacer responsables de nuestra mala conducta a otras personas, por ejemplo: “Soy así porque mis padres me abandonaron”; “me irrita su presencia y no puedo controlarme”; “mi enfermedad me ha vuelto renegón”, etc. Nuestras malas acciones no son la responsabilidad de otros, sino de nosotros mismos, porque decidimos actuar así, nadie nos obliga a hacerlo y nadie tiene la obligación de soportar nuestro mal carácter o nuestra falta de dominio propio. Las circunstancias adversas de la vida no deberían deteriorar tu carácter, sino más bien fortalecerlo, porque lo que eres no depende de lo exterior, sino de lo que llevas en tu interior, dentro de ti; y sólo tú puedes tomar control del “toro furioso” que quiere salirse de su corral o descontrolarse. “Airaos, pero no pequéis”, esto parece paradójico, decimos: _ ¿Cómo me voy a airar sin pecar? Parece difícil porque primero pecamos y después nos airamos. Me explico: primero tenemos ojeriza contra algo o alguien, que bien puede ser “uno mismo” y luego, debido a esa ojeriza, empezamos a encolerizarnos y llenarnos de ira contra el agente externo, cuando en realidad, el problema es nuestro y no de otro. Necesitamos aprender a dejar las viejas mañas de pensar y empecemos a pensar como Dios piensa, para no dar razones a lo que es sinrazón.
Nadie nos manda a tener repulsión o aversión hacia otra persona o cosa, sin embargo nos permitimos ese mal sentimiento dentro de nosotros y queremos culpar de nuestra conducta al agente externo. Pero nuestro repulsivo enemigo no está fuera de nosotros, sino dentro de nosotros y tenemos que eliminarlo o él nos eliminará a nosotros. Quizá dirás: - ¡Pero es que no pueeeeeedo! Si eres hijo de Dios, entonces te agarras de Filipenses 4: 13, que dice: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece.” Ya no luchas solo; tampoco debes convencerte de que eres así y punto, y que ya nada se puede hacer. Jesucristo vino para darnos libertad en todas las áreas de nuestra vida. Al negar tu imposibilidad de cambiar, estás negando el poder que llevas dentro de ti y entonces dejas suelto al “toro furioso”, para descargar en otros, todas tus frustraciones o supuestos infortunios de la vida. Esto no significa tragarte tu disgusto y quedar callado, hecho el mártir. Es importante enfrentar el problema, que dicho sea de paso, no siempre empieza en el otro, primero generalmente está en ti y es contigo que tienes que arreglarlo, luego si ves que es necesario, porque tu hermano tiene algo contra ti, anda donde tu hermano y arregla la situación, porque hablando se entienden las cosas. Recuerda bien, eres lo que eliges o decides ser, el poder primordial para cambiar está en ti, que unido al poder de Cristo, nadie lo podrá detener. La cruz que tienes que llevar no es soportar pasivamente las actitudes negativas de las personas, debes enfrentarlas con amor, habiendo antes hecho un escrutinio de tu interior. Que Dios te ilumine para que cambiando tu manera de pensar, cambies tu forma de actuar. “ No vivan ya según los criterios del tiempo presente; al contrario, cambien su manera de pensar para que así cambie su manera de vivir y lleguen a conocer la voluntad de Dios, es decir, lo que es bueno, lo que le es grato, lo que es perfecto." (Romanos 12: 2 DHH).
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